En su estreno, la tira de Sebastián Ortega (Telefe) marcó diferencia, desde la calidad y la pintura de los personajes: ni buenos ni malos... Gente que se reencuentra 19 años después.
Podrá hacer programas con más (Los exitosos Pells) o menos rating (Un año para recordar), programas populares (Los Roldán, cuando era director en Ideas del Sur)- o con destino de culto (El tiempo no para), programas que se instalaron en el boca a boca de la recomendación más allá de las cifras (Lalola), programas más acertados que otros.
Lo que habrá que convenir es que, haga lo que haga o vaya cómo le vaya, Sebastián Ortega sabe delinear personajes, bien lejos de los lugares comunes. No diseña, en principio, ni buenos ni malos. Pincela gente con claroscuros, gente posible, gente de la verosímil, en la que más de uno puede encontrar identificación, propia o ajena. Y, como yapa, sabe presentarla en sociedad sin necesidad de abrumar con las características de cada quién. Ahí radicó una de las principales virtudes que tuvo el primer capítulo de Graduados (a las 21.15, por Telefe), en el que el espectador fue descubriendo a cada integrante de la `promoción `89’ a medida que transcurría la historia.
Y la historia, también corrida de la convención de un capítulo inicial -poblado de repeticiones para fijar la idea de vínculos y roles-, fluyó con una dinámica más típica de una tira ya instalada que de una por salir a conquistar.
El eje del relato pasa por el reencuentro de ex compañeros del secundario y por el paralelismo -o alejamiento absoluto en varios casos- de sus vidas actuales y sus pasados. En algunos sigue intacta la semilla del adolescente rebelde que fue. En otros, la vida, los mandatos familiares, la pretensión y, tal vez, los destinos marcados hacen que cueste descubrir al chico/a que quedó atrás. De hecho, una de las incógnitas del arranque se anida en la nueva silueta del personaje de Isabel Macedo, una ex gordita, centro de la burla de sus compañeros, que devino en la mujer fatal que le quita el sueño (y la ropa) a Pablo, el metrosexual que compone Luciano Cáceres, que ya nada tiene que ver con el Jon Bon Jovi al que hacían referencia sus ex rivales del aula.
A 19 años de aquella fiesta de graduación del `89, las vidas de muchos de ellos vuelven a cruzarse, más allá de que varios hayan mantenido la llama del vínculo durante ese tiempo.
Andy (Daniel Hendler) sigue en la `colectora’ del sistema, junto a sus leales de siempre: Vero (Julieta Ortega) y Tuca (Mex Urtizberea). Y Loli (Nancy Dupláa) está casada con el novio de siempre, Pablo, y su mejor amiga sigue siendo la de entonces (Paola Barrientos).
Lo cierto es que los dos mundos, supuestamente opuestos en su postura social, quedan una vez más en la misma baldosa cuando Loli llama a un paseador de perros que, curiosamente, es Andy, al que no sólo no veía desde aquella fiesta, sino que, más precisamente, no veía desde la clandestina relación sexual que tuvieron esa misma noche, en una furgoneta.
Al estar nuevamente cara a cara, los fantasmas que ella tenía se despiertan de prepo: Martín, el hijo de 18 años que tiene con Pablo, ¿es de Andy o de Pablo? Una escena, la mejor del primer capítulo, con Andy y Martín en un espejo ¿casual? de gestualidad, justifica la revolución en la que cae Loli.
Con una estética rigurosa para pintar los `80, con la música como mejor testimonio de esos años, con actuaciones sobresalientes -como las de Dupláa, Hendler, Cáceres y Barrientos-, con un registro de comedia que se atreve a no poner el remate en el lugar previsible y con una historia que le hace un guiño a otros de los productos de Underground -El tiempo no para, al menos en ese reencuentro post secundaria-, Graduados (que Ortega coproduce con Telefe y Endemol) parece haber empezado con buen pie. Más allá de haber sido lo más visto del lunes, tiene una historia para contar, con personajes que uno, tranquilamente, podría encontrar en Facebook si buscara a sus compañeros de ruta.
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